Abres aquí la región del tiempo hecho polvo, dejas correr partículas de pueblo interno, inauguras una estación de carnavales y resurrecciones, nos asomas al cuarto de juegos para observar cómo una niña estira los bigotes a un pintor que vive y sueña.

¿Encontraste ya la caries del asfalto? ¿Disipaste las sombras de tus pueblos, nuestros pueblos?

Aquí la evolución apoya su cuerpo y reflexiona; aquí un noctuido enmascara su dorso con el rostro de la muerte; aquí el polvo es tan fino que endurece las gargantas y reseca las heridas. Aquí, Gabriela, en plenos Tiempos de Arcilla, clavas un relámpago en el alma de una plaza y extiendes el incendio.

Memorias de adobe, palabras nacidas en la punta de un campanario o en el fondo de una noria, Tiempos de Arcilla es el descubrimiento de nuestras pisadas sobre la vasta extensión a que nos llevas; es la gestación de presagios cuyas verdades constatamos día con día, hacer nuestro el campo siempre nuestro, pero ajenos los gritos ahogados de la tierra.

Aquí desdobladas camas de fierro y sangre seca para ser tú quien cruza las puertas de un hotel ya demolido, la que anuda con sus manos los vestigios y las sombras, la última vigía de este faro sobre un mar de siglos retirado.

Abres aquí una región de pérdidas, búsquedas y encuentros; recorres veredas sobre las que tus pasos quiebran diminutos cadáveres y, ante la encrucijada de encadenar tus alas o dejar que el sol las pulverice, has preferido -a lo largo de estos Tiempos de Arcilla– lo tercero: la opción imposible, ruta de polen y escamas opacas, crisol donde las generaciones esconden su pena entre las calles y las ruinas arcillosas de estos tiempos, nuestros tiempos.